Un robo en la noche de Navidad

—¡No te atreves, no te atreves!

—¡Por supuesto que sí! —dijo Max tajantemente. Hacerlo no era algo de tan osado. Si la vieja señora estaba realmente casi sorda, como le decían sus nuevos compañeros, entonces no lo iba a oír metiendo la mano por la ventana entreabierta y tomar el ángel posado en el alféizar. Sólo tenía que esperar hasta que abriese la puerta cuando sus amigos tocaran, y tendría tiempo suficiente para actuar.

—¡Pues, vámonos! —ordenó Roco, el líder de los chicos. Max respiró hondo. En realidad, robar un ángel le parecía una tontería ¿Para qué? Pero de no hacerlo, no podría entrar en el grupo…

Se deslizó a hurtadillas junto a la pared de la casita hasta llegar a la ventana entreabierta. Ahí estaba el ángel dorado, con un arpa en una mano y la boca abierta, como si cantara un villancico que sólo él oía. De cerca, el ángel ni siquiera era bonito: muchas rayas, el dorado estaba desvaído y pelado en algunas partes.

Max oyó que llamaban a la puerta. No sabía que se habría inventado Roco ni cuánto tiempo le quedaba. Por lo tanto, cuando escuchó la voz de la anciana abriendo la puerta y hablando con Roco, atacó de inmediato. Pero descubrió que había calculado mal y ni siquiera con la punta de los dedos alcanzaba a rozar el ángel. Sacó el brazo rápidamente y observó la ventana. ¡Claro! Podría abrir la segunda hoja con el brazo. La cerradura rodó sin problemas. Empujó la ventana –por suerte no había vasos o figuras en el alféizar–, agarró el ángel y lanzó aún una mirada rápida por la habitación antes de cerrarla y correr hasta la calle. Mientras guardaba la pobre figura en el bolsillo del anorak, le vino a la cabeza la imagen del pequeño árbol de Navidad de plástico. Aparte de aquel feo árbol y del ángel que ahora él llevaba en el bolsillo, no había en toda la habitación ningún adorno de Navidad –¡y era ya el 23 de diciembre! El Ángel en el bolsillo de pronto le pesaba tanto, que Max creyó que no podría dar ni un paso más.

Por fin llegó a donde estaban Roco y los otros chicos, que, apoyados displicentemente en el cerco de la casa vecina, lo miraban de una manera provocativa.

—Y qué? ¿traes el ángel? —preguntó Roco y asintió con la cabeza al ver a Max sacar el ángel del abrigo.

—¡Genial! ¡Lo hiciste!

—¿Qué tiene esto de genial? —dijo Max en voz baja, pero firme. Guardó el ángel de nuevo antes de mirar a Roco desafiante—. Robarle a una viejita lo hace cualquiera. Si fueran valientes de verdad…

—¡Pues nosotros no tenemos miedo de nada, ¿eh? —respondió Roco, furioso—. A ver, ¿Qué sugieres?

Al principio, el padre de Roco se sorprendió de que su hijo necesitara urgentemente un pequeño abeto de su vivero, pero luego pensó que sería para alguna novia secreta y no pensó más en el tema. Tampoco los padres de Max se hicieron muchas preguntas cuando su hijo trajo de la planta baja algunos adornos y la base para el árbol de Navidad que hacía años que no utilizaban, y se los llevó a su habitación.

Los padres de los otros chicos del grupo de Roco no tenían ni idea de qué iban a hacer sus hijos tantas manzanas y nueces, estrellas de paja y restos de tiras decorativas. De todas maneras, pensaban, los chicos parecían finalmente haber sentado cabeza… Ni se imaginaban que en la noche del 24 de diciembre saldrían de sus casas en secreto, deslizándose a través de los ventanucos de sótano, y saltarían las cercas de los vecinos hasta reunirse en la casa en la que ya habían estado todos por la mañana.

—¡Maldición! ¡La ventana ya no está entreabierta! —susurró Roco.

—Creo que no he cerrado la de al lado —dijo Max en voz baja, tras un breve susto.

De hecho, la ventana derecha se abrió fácilmente con un pequeño empujón. Los chicos se quitaron los zapatos para no dejar huellas, y fueron pasando en silencio. El árbol de navidad pasó a través de la ventana, después la base. Al poco rato ya el arbolito se erguía relativamente derecho y seguro.

En seguida vaciaron las bolsas, decoraron el árbol con las estrellas de paja del año anterior, las tiras que sobraron de sus casas, las manzanas, las nueces y las mandarinas, que de ordinario dejaban en la frutera, y uno hasta trajo una estrella un poco estropeada para la punta del abeto.

Cuando hubieron terminado, miraron su obra a la suave luz de la luna y de las farolas.

—¡Genial! —dijo Roco y los otros chicos asintieron. Aquello era de veras mucho más especial, más emocionante y muy mejor que sus banales aventuras.

Tan silenciosamente como habían entrado, salieron de nuevo de la habitación por la ventana y se calzaron. Max colocó el ángel de vuelta en el alféizar antes de cerrar la ventana. Detrás del arpa había sujetado una nota:

“Perdóneme por haber desaparecido unas horas, pero tenía algo urgente que arreglar. ¡Feliz Navidad!”

Andrea Tillmanns

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